Autor | M. Martínez EuklidiadasLondres ha sido, durante cientos de años, un banco de pruebas de la modernidad. Bautizada por los romanos como Londinium en el 43 d.C., este enclave no ha dejado de bullir actividad y enfermedades. Como resultado, las epidemias han asolado Londres. Del cólera a la contaminación industrial o la peste, la ciudad se volvió resiliente.Sin las epidemias derivadas del hacinamiento de cientos de miles de personas no podríamos leer a Shakespeare. Quizá la Revolución Industrial no se hubiese dado en Londres, y es probable que la epidemiología hubiese nacido en otra ciudad. Londres aprendió de las enfermedades infecciosas que la asolaron y salió reforzada.
Del cólera a la epidemiología
Un millón doscientas mil personas se hacinaban en la ciudad. El empedrado había llegado con los romanos, dos siglos antes, pero era el siglo II, y en el extremo norte del Imperio la higiene era mucho más laxa que la que Roma heredó de la Grecia Antigua. Londres carecía de alcantarillado. Las enfermedades se sucedían una tras otra. No es de extrañar que la ciudad haya pasado por gripes, neumonías generalizadas, una fiesta constante de viruela, tifus, tuberculosis, polio y cualquier otra enfermedad infecciosa que uno pudiese imaginar.Aunque los esfuerzos por crear una red de saneamiento resultaron en una mejora apreciable en la calidad de vida, las epidemias no desaparecieron. Fue en 1854 cuando el joven médico John Snow tuvo la idea de dibujar sobre un mapa a los fallecidos de cólera de un barrio. Aquella experiencia señaló el pozo de la calle Broad como el causante del brote. Había nacido la epidemiología, disciplina a la que ahora tanto debemos durante la crisis del coronavirus, crisis que definirá nuestras ciudades.Aquel pozo fue clausurado y ese brote pudo consolarse. Pero uno de los más graves ocurrió en 1814 en plena primera revolución industrial. Londres ardía, y no nos referimos a sus frecuentes incendios. La ciudad respiraba carbón. Las fábricas tenían chimenea, los barcos tenían chimenea, las locomotoras tenían chimenea. Si tenía un motor, tenía una chimenea.En 1814 el consumo de carbón de Londres había llegado a las 15 millones de toneladas anuales, y aquel invierno fue conocido como ‘la gran niebla’. En 1840 se registraron nubes espesas y amarillentas a ras de suelo, y en 1880 sucedían 60 veces al año. Incluso hubo una gran niebla en el cercano 1952, con 12.000 fallecidos. La gente se ahogaba. La ciudad respondía despacio.Londres fue la ciudad que más smog generó durante el XIX, con diferencia. Tanto que las pinturas de la época mostraban un cielo casi sin cielo. En ‘Hampstead, una vista de Londres’, pintado por Constable en 1832, apenas hay azul.Pero también fue las primeras ciudades en responder a los estudios que ligaban chimeneas con enfermedades respiratorias. Actualmente es una de las ciudades con mayor calidad de vida según el estudio ‘Decoding Digital Talent 2019’, del BCG y The Network. El camino no ha sido fácil. La innovación ha sido constante.
Llevar el agua a las casas, el primer gran invento
Uno de los mecanismos más originales de su tiempo se lo debemos al ingeniero holandés Peter Morice. Diseñó y construyó un sistema inmenso de ruedas hidráulicas sobre el Puente de Londres para el suministro de agua corriente municipal. Era el año 1582 y cientos de viviendas londinenses tuvieron acceso al agua gracias a este sistema, que continuó creciendo hasta 1702.Sin embargo, aquello no fue la panacea, ni mucho menos. De hecho, el acceso a agua ‘potable’ ocasionó un crecimiento sin límites de la urbe, que a su vez desembocó en infecciones de cólera, peste e incendios. Todos grandes, claro, con magnitudes que jamás se habían dado hasta la fecha. Actualmente el cólera sigue azotando medio mundo.
La Gran Plaga, el Gran Incendio, la Gran niebla, el Gran Hedor
Londres llevaba viviendo, junto a sus respectivas enfermedades, ‘pequeños hedores’ desde el medievo momento en que se diseñó una diminuta y notablemente insuficiente red de alcantarillado. Pero en 1858 el hedor (miasma) resultaba insoportable. Había que tener mucho estómago para vivir en Londres, la ciudad que popularizó los pañuelos perfumados bajo la nariz para poder soportar el olor a putrefacción de su río.Río que se usaba como gigantesca cloaca hasta bien entrado el XIX. De normal, era frecuente observar el Támesis repleto de cadáveres de animales, restos fecales e incluso fallecidos (evidentemente, era más barato que proporcionarles sepultura), pero el empedrado, donde lo había, no estaba mucho más limpio.El calor de 1858 fue demasiado. Había que hacer algo. La gente se mareaba al acercarse al río. La Cámara de los Comunes, por fin, tomó una decisión. Con John Snow y el ingeniero Joseph Bazalgette a la cabeza, Londres empezó una serie de reformas de obras públicas construyendo la que sería el mayor sistema de alcantarillado del mundo. Nunca antes se había intentado nada parecido. ¿El objetivo? Dejar atrás las enfermedades y epidemias.
El alcantarillado de Londres: ¿adiós al hedor y las enfermedades infecciosas?
La solución de Bazalgette fue ingeniosa. Construyó más de 100 kilómetros de alcantarillas principales de ladrillo, más unos 2.000 kilómetros de vías secundarias. Para calcular la sección fue a la zona más densa de Londres, calculó el diámetro necesario para evacuar los restos fecales de los vecinos, y luego multiplicó alegremente el diámetro varias veces por dos.Este sobredimensionamiento del sistema de alcantarillado fue tan desproporcionada (el área y por tanto el caudal aumentan con el cuadrado del diámetro) que Londres sigue usando estas cañerías en muchas zonas. Aunque la consecuencia directa de tal obra fue que no se terminó hasta 1875, décadas que el cólera aprovechó para seguir diezmando la ciudad.
Florence Nightingale: la infraestructura no es suficiente
1860 fue una década de avance científico sin precedentes. Al tiempo que miles de hombres levantaban las nuevas alcantarillas, otro pequeño ejército, esta vez de mujeres, cuidaban a los enfermos en hospitales. Y el Saint Thomas tuvo un enorme peso gracias a la figura de Florence Nightingale.Durante su experiencia en la Guerra de Crimea en 1854, Florence descubrió, aprendió y enseñó sobre la importancia de la higiene en enfermería y medicina en general. El mismo año en que Snow descubría el pozo de cólera usando un mapa, Florence descubría que la higiene y la ventilación ayudaban mucho a los enfermos.A su vuelta, introdujo en el Saint Thomas algunas mejoras clave, convenciendo a la Comisión Real de mejorar la ventilación en hospitales, añadir desagües sanitarios o limpiar con frecuencia las superficies. Fue todo un éxito, como sabemos hoy día.
El nuevo proyecto Tideway
Las obras faraónicas habían eliminado el Gran Hedor, pero Londres seguía siendo en 1960 una de las ciudades más contaminadas del planeta. En 1957 el Museo de Historia Natural declaró al Támesis biológicamente muerto. Era “una cloaca a cielo abierto”. Los bombardeos durante la Guerra Mundial habían destruido parte de la obra de Bazalgette y la conciencia medioambiental crecía.En 2012 Londres aprobó el proyecto Tideway para ampliar y mejorar la infraestructura de las cloacas de la mano de la empresa Bazalgette Tunnel Limited. Justo a tiempo, de hecho. En 2013 se descubría el primer fatberg, una bola de grasa y toallitas húmedas de 15 toneladas. Un coágulo en las venas de ladrillo de Bazalgette. En 2017 se descubrió uno de 150 toneladas.Es evidente que en materia de ciudades y salud aún queda mucho trabajo. En 2020 se ha descubierto cómo hay una adecuación casi perfecta entre el positivo de la COVID-19 en alcantarillas y el llenado de hospitales locales una semana después. El Big Data sigue avanzando, las técnicas de higiene, también. Así las cosas, lo menos que pueden hacer las ciudades es aprovechar estos adelantos para, como hizo Londres tras siglos de epidemias, salir reforzadas.Imágenes | iStock/curiousufo, John Snow, John Constable, Peter Morice, Wellcome Images, Marcos Martínez