Autor | M. Martínez EuklidiadasLondres ha sido, durante cientos de años, un banco de pruebas de la modernidad. Bautizada por los romanos como Londinium en el 43 d.C., este enclave no ha dejado de bullir actividad y enfermedades. Como resultado, las epidemias han asolado Londres. Del cólera a la contaminación industrial o la peste, la ciudad se volvió resiliente.Sin las epidemias derivadas del hacinamiento de cientos de miles de personas no podríamos leer a Shakespeare. Quizá la Revolución Industrial no se hubiese dado en Londres, y es probable que la epidemiología hubiese nacido en otra ciudad. Londres aprendió de las enfermedades infecciosas que la asolaron y salió reforzada.
Del cólera a la epidemiología
Un millón doscientas mil personas se hacinaban en la ciudad. El empedrado había llegado con los romanos, dos siglos antes, pero era el siglo II, y en el extremo norte del Imperio la higiene era mucho más laxa que la que Roma heredó de la Grecia Antigua. Londres carecía de alcantarillado. Las enfermedades se sucedían una tras otra. No es de extrañar que la ciudad haya pasado por gripes, neumonías generalizadas, una fiesta constante de viruela, tifus, tuberculosis, polio y cualquier otra enfermedad infecciosa que uno pudiese imaginar.Aunque los esfuerzos por crear una red de saneamiento resultaron en una mejora apreciable en la calidad de vida, las epidemias no desaparecieron. Fue en 1854 cuando el joven médico John Snow tuvo la idea de dibujar sobre un mapa a los fallecidos de cólera de un barrio. Aquella experiencia señaló el pozo de la calle Broad como el causante del brote. Había nacido la epidemiología, disciplina a la que ahora tanto debemos durante la crisis del coronavirus, crisis que definirá nuestras ciudades.

Llevar el agua a las casas, el primer gran invento

La Gran Plaga, el Gran Incendio, la Gran niebla, el Gran Hedor
Londres llevaba viviendo, junto a sus respectivas enfermedades, ‘pequeños hedores’ desde el medievo momento en que se diseñó una diminuta y notablemente insuficiente red de alcantarillado. Pero en 1858 el hedor (miasma) resultaba insoportable. Había que tener mucho estómago para vivir en Londres, la ciudad que popularizó los pañuelos perfumados bajo la nariz para poder soportar el olor a putrefacción de su río.Río que se usaba como gigantesca cloaca hasta bien entrado el XIX. De normal, era frecuente observar el Támesis repleto de cadáveres de animales, restos fecales e incluso fallecidos (evidentemente, era más barato que proporcionarles sepultura), pero el empedrado, donde lo había, no estaba mucho más limpio.
El alcantarillado de Londres: ¿adiós al hedor y las enfermedades infecciosas?
La solución de Bazalgette fue ingeniosa. Construyó más de 100 kilómetros de alcantarillas principales de ladrillo, más unos 2.000 kilómetros de vías secundarias. Para calcular la sección fue a la zona más densa de Londres, calculó el diámetro necesario para evacuar los restos fecales de los vecinos, y luego multiplicó alegremente el diámetro varias veces por dos.
Florence Nightingale: la infraestructura no es suficiente
1860 fue una década de avance científico sin precedentes. Al tiempo que miles de hombres levantaban las nuevas alcantarillas, otro pequeño ejército, esta vez de mujeres, cuidaban a los enfermos en hospitales. Y el Saint Thomas tuvo un enorme peso gracias a la figura de Florence Nightingale.Durante su experiencia en la Guerra de Crimea en 1854, Florence descubrió, aprendió y enseñó sobre la importancia de la higiene en enfermería y medicina en general. El mismo año en que Snow descubría el pozo de cólera usando un mapa, Florence descubría que la higiene y la ventilación ayudaban mucho a los enfermos.A su vuelta, introdujo en el Saint Thomas algunas mejoras clave, convenciendo a la Comisión Real de mejorar la ventilación en hospitales, añadir desagües sanitarios o limpiar con frecuencia las superficies. Fue todo un éxito, como sabemos hoy día.El nuevo proyecto Tideway
