Autor | Eduardo BravoDurante la cuarentena por la COVID-19 decretada a principios de 2020, la contaminación descendió en todo el mundo. En China, las emisiones de CO2 bajaron un 25% en marzo y, en el mes de mayo, la Agencia Espacial Europea difundió imágenes que demostraban una caída considerable también en Italia. En España, un informe elaborado por Ecologistas en Acción, establecía que el descenso medio en las localidades de más de 150.000 habitantes fue de un 58%. La razón de esta caída en los niveles de nitrógeno de carbono de todo el planeta tenía una fácil explicación: durante varios meses los automóviles apenas circularon por aquellas ciudades en las que las autoridades habían decretado un confinamiento.Según la Organización Mundial de la Salud, más de siete millones de personas en el mundo mueren cada año por enfermedades relacionadas con la contaminación del aire. Además, los gases que emiten los automóviles son una de las principales causas de cambio climático. Una realidad que ha vuelto a reabrir el debate sobre la conveniencia o no de prohibir los automóviles en el entorno urbano.Las principales ciudades de Croacia, entre las que se encuentran Dubrovnik y Split, ya han prohibido el uso del vehículo privado en todo su centro histórico. Lo mismo sucede en varias islas griegas, en las medinas de Fez, Tánger y Casablanca, en la isla de Nagasaki, en Vitoria-Gasteiz o en Pontevedra, donde, después de una década con medidas restrictivas del uso del automóvil, el tráfico ha descendido un 90% en toda la ciudad. Esta decisión, además ayudar a mejorar la calidad del aire, ha permitido que los accidentes de tráfico y atropellos en la ciudad gallega se hayan reducido hasta casi desaparecer. Si en 2000 se registraron 1.203 accidentes de ese tipo, en 2014 fueron 484 y en 2020 apenas 20.A pesar de esos buenos resultados para la salud de los ciudadanos y su calidad de vida, todavía hay sectores que consideran que no es posible desterrar completamente el automóvil de los espacios urbanos. Su justificación radica en que las ciudades suburbiales, aquellas que tienen un núcleo principal y una serie de barrios satélite con muy poca densidad de habitantes y donde los servicios básicos como hospitales, escuelas o comercios se encuentran muy alejados, exigen el uso del coche.El razonamiento no deja de tener sentido. Mientras que buena parte de pueblos e islas de la Bretaña francesa como Mont Saint Michel, Île-d’Aix, Île de Porquerolles o Île-Molène son ya zonas libres de coches gracias a sus reducidas dimensiones, ciudades más grandes, como la propia capital del país, tienen dificultades para llegar a ese extremo. A pesar de ello, las políticas para desincentivar el uso del automóvil en París han hecho que el 60% de parisinos que en 2001 tenían un coche haya bajado al 40%, porcentaje que se pretende reducir aún más en los próximos años.Por todo ello, para ayudar a desterrar el automóvil de las ciudades no bastan las prohibiciones. Es imprescindible dotar al entorno urbano de redes de transporte público extensas y eficaces que permitan cambiar los hábitos de la población hasta convertir al coche en algo innecesario, así como de infraestructuras que permitan usar medios de transporte alternativos como la bicicleta sin riesgo para ciclistas ni peatones.Unas soluciones que resultan más sencillas de aplicar en las ciudades inteligentes de nueva construcción, gracias a sus reducidas dimensiones, su eficaz planificación urbanística y su fomento de medios de transporte alternativos. Así lo demuestra el caso de Chengdu, ciudad situada al suroeste de China, cuyo diseño permitirá permitirá obtener cualquier servicio necesario en un radio de 15 minutos a pie. Es la misma apuesta con la que París ha sorprendido a sus habitantes. Una gran apuesta, pero de ninguna forma descabellada o imposible de alcanzar si se planifica con el respeto necesario hacia todos los ciudadanos.Imágenes | Donald Tong, Carlos Pernalete Tua, Maksim Goncharenok, Cottonbro, Pixabay.
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